Luego de recorrer en un jeep Willis los caminos arenosos que separaban de la Capital, por fin llegábamos a Paso de la Patria.
De golpe el Paraná, con toda su bravura, se presentaba ante nuestros ojos.
El viejo lanchón nos esperaba al pie del muelle. Como malabaristas sorteábamos la planchada para poder estar a buen resguardo.
Cuando el capitán daba la orden de levantar amarras, el viejo barco meciéndose comenzaba su diaria travesía.
Durante más de treinta minutos la adrenalina se apoderaba de todos los pasajeros. Había que sortear la tormenta y el oleaje de un río que parecía obstinado en dar batalla a los que deseábamos llegar a destino.
Del otro lado del río se levantaba orgulloso “El Cerrito”, una isla enclavada entre el Paraná y la desembocadura del Paraguay.
Sus aguas se iban tornando color barro cuando más nos aproximábamos, no sin antes recorrer el riacho donde apenas entraban los rayos del sol por las enredaderas de los árboles y los monos carayá jugueteaban sin prestarnos mucha atención.
Por fin llegábamos al muelle de madera donde amarraba nuestro lanchón.
Desde la costa, en lo alto, se dejaba ver el campanario de la única capilla y los edificios de señorial construcción.
Luego de recorrer un kilómetro por el único camino pavimentado el paraíso era nuestro. Después de una larga caminata nuestra casa aparecía entre los árboles. Una típica construcción inglesa del siglo pasado, de grandes y quirúrgicos ambientes, rodeada de galerías con sillones de mimbre pintados blancos que nos daban la visión espectacular de un lugar para la fantasía.
Al mediodía, luego del llamado de tres campanadas nos dirigíamos al comedor donde almorzábamos y donde se me permitía –por ser el hijo del Director de ese lugar- adentrarme en la cocina que para mí era un lugar soñado, por sus dimensiones y especialmente por la pulcritud del lugar y porque desde el techo se desprendían una infinidad de relucientes ollas de distintos tamaños y diversos utensilios de cocina.
Otro lugar fascinante era la Administración, donde Montenegro, el Jefe, nos permitía con la anuencia cómplice de mi padre, teclear las viejas remington con papel carbónico.
Al rato de llegar, mi padre partía con su impecable guardapolvo blanco a la “zona”, único lugar que nos estaba vedado, demarcado por kilómetros de alambrado rojo intenso, de donde regresaría al atardecer.
Mientras tanto, el tiempo se nos escurría en largas caminatas por senderos inexplorados de esa isla fantástica, donde árboles centenarios se elevaban hacia el cielo, y donde, como en un juego de búsqueda del tesoro, intentábamos casi siempre con poco éxito, encontrar algún vestigio de la guerra de la Triple Alianza.
En ese lugar transcurrió parte importante de mi infancia, esa isla a la que Rodolfo Walsh describiría en la revista Panorama con lujo de detalles como “La Isla de los Resucitados”, denominación que comprendí años después, cuando se me permitió compartir el almuerzo de despedida a mi padre, junto a los enfermos, médicos y enfermeros del lugar.
Ahí entendí que, lo que para mí era una fantasía, para mi padre era su lugar de trabajo apasionado, de lucha contra una enfermedad, la lepra, que abrazó con convicción y entusiasmo.
Regresé muchos años después a ese lugar, a lo que fuera un hospital en medio de la nada, ahora convertido en un lugar turístico por designios de la política.
Sin embargo sigue conservando el mismo aire, los mismos árboles y la misma fantasía de mi infancia.
Fernando Iglesia
Buenos Aires Agosto de 2009
LA ULTIMA FUNCION
Hace 15 años
Este cuento es alucinante. Me emociona hasta las lágrimas.
ResponderEliminarme encanta volver y leer tus cuentos Tio
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