Domingo de fiesta, de jarana, de bullicio, así recuerdo ese día tan especial en la vieja casona. Allá en Corrientes.
El amanecer las encontraba preparando las dos exquisiteces que los comensales probarían y aplaudirían ese mediodía: La carbonada, un guiso tipo carrero, con mucha carne de vaca y de cerdo, mucho condimento, algo dulzón por el choclo y el durazno., un olorcito se escapaba de la vieja cocina.
A lo largo de la mesa como llamadores, chipás bien calentitos, con mucho, mucho queso, esperando ser devorados por los invitados. Más tarde una docena de huevos se preparaban para el gran postre, la Yema Quemada, empalagosa pero inolvidable.
Y llegaba el mediodía, la amplia sala se iba colmando de chicos, adolescentes y mayores, el sabor ahora era del reencuentro, del recuerdo.
Abuelas, padres, hermanos, tíos, primos, era lo mejor que podía suceder un domingo al mediodía. Cuando la campana del antiguo reloj marcaba las 12, como un ritual, mi padre se sentaba en la cabecera de la mesa y uno a uno el resto de los comensales.
Invariablemente cuando apenas se había degustado el primer plato, mi padre decía: “ Hoy no voy a ir al hipódromo, no puedo dejar a la familia aquí reunida”.
Mi madre entonces respondía: “Manuel anda que toda la semana trabajas”.
A lo que él contestaba: “No, uno debe pasar en familia este día”, esperando la respuesta cómplice del resto de los presentes.
Y como una obra muy bien ensayada, alguno o todos respondían: “anda
que ya te perdiste la primer carrera del día”.
Y mi padre sin mucha vuelta, con los largavistas colgados en su brazo derecho, saludaba y como obligado, dejaba la casa y a todos los comensales rumbo al hipódromo.
La yema quemada, recién entonces hacía su aparición a la mesa, desparramando su dulce y acaramelado sabor, de un domingo al mediodía.
Fernando A. Iglesia
Buenos Aires, Agosto de 2008.
El amanecer las encontraba preparando las dos exquisiteces que los comensales probarían y aplaudirían ese mediodía: La carbonada, un guiso tipo carrero, con mucha carne de vaca y de cerdo, mucho condimento, algo dulzón por el choclo y el durazno., un olorcito se escapaba de la vieja cocina.
A lo largo de la mesa como llamadores, chipás bien calentitos, con mucho, mucho queso, esperando ser devorados por los invitados. Más tarde una docena de huevos se preparaban para el gran postre, la Yema Quemada, empalagosa pero inolvidable.
Y llegaba el mediodía, la amplia sala se iba colmando de chicos, adolescentes y mayores, el sabor ahora era del reencuentro, del recuerdo.
Abuelas, padres, hermanos, tíos, primos, era lo mejor que podía suceder un domingo al mediodía. Cuando la campana del antiguo reloj marcaba las 12, como un ritual, mi padre se sentaba en la cabecera de la mesa y uno a uno el resto de los comensales.
Invariablemente cuando apenas se había degustado el primer plato, mi padre decía: “ Hoy no voy a ir al hipódromo, no puedo dejar a la familia aquí reunida”.
Mi madre entonces respondía: “Manuel anda que toda la semana trabajas”.
A lo que él contestaba: “No, uno debe pasar en familia este día”, esperando la respuesta cómplice del resto de los presentes.
Y como una obra muy bien ensayada, alguno o todos respondían: “anda
que ya te perdiste la primer carrera del día”.
Y mi padre sin mucha vuelta, con los largavistas colgados en su brazo derecho, saludaba y como obligado, dejaba la casa y a todos los comensales rumbo al hipódromo.
La yema quemada, recién entonces hacía su aparición a la mesa, desparramando su dulce y acaramelado sabor, de un domingo al mediodía.
Fernando A. Iglesia
Buenos Aires, Agosto de 2008.
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